Actualmente, Islandia ocupa el
primer puesto de la clasificación europea en cuanto a adolescentes con un estilo
de vida saludable. El porcentaje de chicos de entre 15 y 16 años que habían
cogido una borrachera el mes anterior se desplomó del 42% en 1998 al 5% en
2016. El porcentaje de los que habían consumido cannabis alguna vez ha
pasado del 17 al 7%, y el de fumadores diarios de cigarrillos ha caído del 23%
a tan solo el 3%.
El país ha conseguido cambiar la
tendencia por una vía al mismo tiempo radical y empírica, pero se ha basado en
gran medida en lo que se podría denominar “sentido común forzoso”. “Es el
estudio más extraordinariamente intenso y profundo sobre el estrés en la vida
de los adolescentes que he visto nunca”, elogia Milkman. “Estoy muy
impresionado de lo bien que funciona”.
Si se adoptase en otros países,
sostiene, el modelo islandés podría ser beneficioso para el bienestar psicológico
y físico general de millones de jóvenes, por no hablar de las arcas de los
organismos sanitarios o de la sociedad en su conjunto. Un argumento nada
desdeñable.
En la Universidad Estatal
Metropolitana de Denver, Milkman fue fundamental para el desarrollo de la idea
de que el origen de las adicciones estaba en la química cerebral. Los menores
“combativos” buscaban “subidones”, y podían obtenerlos robando tapacubos,
radios, y más adelante, coches, o mediante las drogas estimulantes. Por
supuesto, el alcohol también altera la química cerebral. Es un sedante, pero lo
primero que seda es el control del cerebro, lo cual puede suprimir las
inhibiciones y, a dosis limitadas, reducir la ansiedad.
“La gente puede volverse adicta a
la bebida, a los coches, al dinero, al sexo, a las calorías, a la cocaína… a
cualquier cosa”, asegura Milkman. “La idea de la adicción comportamental se
convirtió en nuestro distintivo”.
En 1992, su equipo de Denver
había obtenido una subvención de 1,2 millones de dólares del Gobierno para
crear el Proyecto Autodescubrimiento, que ofrecía a los adolescentes maneras
naturales de embriagarse alternativas a los estupefacientes y el delito.
Solicitaron a los profesores, así como a las enfermeras y los terapeutas de los
centros escolares, que les enviasen alumnos, e incluyeron en el estudio a niños
de 14 años que no pensaban que necesitasen tratamiento, pero que tenían
problemas con las drogas o con delitos menores.
“No les dijimos que venían a una
terapia, sino que les íbamos a enseñar algo que quisiesen aprender: música,
danza, hip hop, arte o artes marciales”. La idea era que las diferentes
clases pudiesen provocar una serie de alteraciones en su química cerebral y les
proporcionasen lo que necesitaban para enfrentarse mejor a la vida. Mientras
que algunos quizá deseasen una experiencia que les ayudase a reducir la
ansiedad, otros podían estar en busca de emociones fuertes.
Al mismo tiempo, los
participantes recibieron formación en capacidades para la vida, centrada en
mejorar sus ideas sobre sí mismos y sobre su existencia, y su manera de
interactuar con los demás. “El principio básico era que la educación sobre las
drogas no funciona porque nadie le hace caso. Necesitamos capacidades básicas
para llevar a la práctica esa información”, afirma Milkman. Les dijeron a los
niños que el programa duraría tres meses. Algunos se quedaron cinco años.
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